miércoles, 3 de diciembre de 2008

Límite y castigo por el Prof. carlos Wernicke

 

Tomó la zapatilla y le dijo:

Si te reís de vuelta, si decís una sola palabra, te bajo los dientes. El chico hizo lo único que sabía hacer cuando era presa de los nervios. Rió.

Elija usted como sigue la aventura.

La escuela, se suele escuchar, es el lugar donde "se aprende para la vida." Nada más erróneo. La escuela es la vida, aquí y ahora. Dicho de otra manera: Los alumnos ya son humanos, no es que lo serán en un futuro. Son humanos desde antes de nacer, y aprehenden estímulos y aprenden, incorporan estímulos a su bagaje personal desde antes de nacer.

No sólo aprendemos los estímulos verbales. Mucho antes de entender las palabras, mucho antes de darnos cuenta de que las palabras sirven para comunicarnos, ya aprendemos de las vibraciones (la onda) que se produjeron en el ambiente a consecuencia de determinada conducta nuestra, de las resonancias que sentimos (a modo de sensación) en el cuerpo a partir de los gestos del otro. Y desde entonces reaccionamos como podemos (con conductas) a las conductas del otro, y el otro reacciona a nuestras conductas, y nosotros re-reaccionamos, y así.

Para poder cumplir con su cometido, ciertos profesionales están obligados a pensar qué produjo las conductas propias y ajenas. De esa forma les es posible reaccionar no ya meramente a conductas, sino a las necesidades básicas insatisfechas, los sentimientos y los pensamientos propios y ajenos. Entre esos profesionales se hallan los terapeutas y los educadores. Tan central es esto, que considero que el terapeuta o el docente que no pueden realizar este ejercicio no deberían trabajar en estas profesiones.


Límites

Puesto que la palabra límite ha sido bastardeada y en muchos casos se usa como sinónimo de castigo, propongo que pensemos en los límites como una frontera.

Todos, desde siempre, ahora y para siempre, tenemos límites (fronteras) a nuestro derredor. Esto es bueno, sano y normal, educativo, terapéutico. Tenemos límites naturales. Yo llego hasta mi piel en lo físico, hasta unos cuantos metros si grito, y nos cuidamos mucho al traspasarlos: La vida se hace difícil bajo el agua o en el Everest.

Otros seres vivos nos significan fronteras, y nosotros somos la frontera de otros; así, donde yo estoy no puede haber otro al mismo tiempo, y cuando hablo, el otro debe callar para entendernos.

A lo largo de la vida son los límites los que nos permiten desarrollarnos. Al principio de la vida yo no podía ir más allá de los brazos de mis padres, de mi habitación, de mi casa. Los límites se fueron ampliando con mis necesidades de expansión, y aparecieron otros nuevos, propios de cada edad, que mis adultos supieron poner con tino.

En ocasiones, por inexperiencia quise traspasar esos límites. Mis sabios adultos permanecieron firmes, y eso simultáneamente me enojó al comienzo y me tranquilizó después: Hay alguien que se ocupa de lo que me supera. Aún hoy, ya adulto, me alegro de que Alguien se ocupe de los sanos límites de mi condición de humano.

Sin límites, el niño no puede desarrollarse; necesita un ritmo, un sistema, un orden, un lenguaje. Todo eso proviene al principio desde el afuera.
Yo pongo límites a otros, siempre los puse (o traté de hacerlo). Específicamente, pongo límites cuando percibo un daño para mi persona: Por extensión, soy sanamente limitador cuando el otro se ha de dañar a sí mismo o dañará al grupo.

En conclusión: Debe existir un límite siempre que haya posibilidad de daño. Todo lo demás ha de estar permitido.


Castigo

El castigo pretende modificar conductas. No repara en necesidades básicas ni sentimientos ni pensamientos. El castigo es malo, enfermo, anormal, antieducativo y antiterapéutico. Es enfermante. Es antidemocrático. Por si esto fuera poco, quién sólo deseara modificar conductas goza de un amplio repertorio de posibilidades técnicas, más efectivas que el castigo.

Está comprobado que el castigo suprime conductas sólo momentáneamente, sin lograr una modificación constante. Los resultados del castigo duran poco. Para que el castigo sea efectivo (?), por otra parte, todo consiste en encontrar el umbral de cada individuo. Desde la mirada atemorizante hasta la tortura, es simplemente cuestión de grado.

Lo fundamental es plantearse el objetivo: ¿Qué quiero del otro? ¿Qué me quiera, y así sea aún dentro de décadas, o simplemente que me obedezca? Si el otro no me interesa nada, y lo único que quiero conseguir es que no me moleste, sólo entonces, puedo castigar: A sabiendas de que le estoy infundiendo temor, miedo, terror o pánico, lo que haga falta, a sabiendas de que estoy provocando su enfermedad física y/o emocional.

Los castigadores son enfermos. Educadores y terapeutas no deben ejercer su profesión si no saben interactuar de otra manera. El castigo nunca es un recurso pedagógico.


¿Qué límites hay que poner?

No importa el lugar físico ni el tipo de interacción (hogar, escuela, oficina, consultorio), la modalidad de interacción debe estar destinada a reducir la ansiedad y no a elevarla. Disminuyen la ansiedad (porque satisfacen necesidades básicas y dan placer) las consignas claras, el respeto constante por el otro, las demostraciones de confianza, la conversación acerca de los sentimientos genuinos de cada uno, la propia tranquilidad, la honestidad, el respeto por uno mismo, la relajación.

En educación estoy reseñando una "pedagogía blanca", en contraposición a lo que K. Rutschky llamó "pedagogía negra".


Efectos del castigo

El castigo se basa en la producción de miedo. El temor es el sentimiento de estar (ser) amenazado. La amenaza es una propuesta de daño. Por eso la amenaza también produce miedo.

Los miedos se acumulan durante la vida en músculos y órganos. Se eleva la ansiedad, los músculos quedan constantemente tensos y los órganos, a lo largo de décadas, enferman.

El castigo deja huellas en el aprendizaje: Los elementos ambientales que rodean al castigo producen la memoria de aquel castigo y reproducen los efectos de entonces.

Ante castigos repetidos, el sujeto trata de evitar la situación y huir (físicamente o mentalmente: se distrae, por ejemplo). Por eso, el castigo produce fracaso escolar. Que provoca más castigos, etcétera.

Como los aprendizajes se generalizan, saco la conclusión de que los adultos (todos) son potenciales castigadores; y de que si mi hermano o mi compañero han sido castigados yo puedo ser el próximo (miedo a pesar de que no fui yo el castigado, sino simplemente por vivir experiencias castigadoras o en un ambiente castigador.)

Las interacciones personales se aprenden de modo no consciente. Si he sido castigado o viví en un ambiente castigador seré un castigador sin querer. La imitación no lo es sólo de castigadores reales, sino también de castigadores de fantasía, en particular, personajes violentos en la televisión.

Esto último está harto investigado y comprobado, de modo que los gobernantes deberán legislar de manera de no ser cómplices conscientes de la atemorización de vastas capas poblacionales.

El castigo aumenta la ansiedad, y ésta pone inquietos (movedizos) a los niños, que en esas condiciones no pueden aprender.

Castigue usted a un niño y obtendrá:

Aumento de:
ansiedad
tensión
inquietud
desatención
evitaciones
planificación de evitaciones
falta de placer por la vida

Reducciones de:
creatividad
interés
aprendizajes
rendimiento
placer por la vida


Dónde se castiga

De inmediato se piensa en el hogar y la escuela. Pero también -¡además!- se castiga a diario en nurseries, guarderías, jardines de infantes, universidades, instituciones de minoridad, instituciones no educacionales (por ejemplo clubes), medios de comunicación, consultorios médicos y no médicos, geriátricos, cárceles, salas de parto, hospitales, medios de transporte.

Hasta hay grupos "políticos" y aún pseudorreligiosos que basan su accionar en la atemorización por el castigo.


Soy un castigador: ¿puedo cambiar?

Sí. Primero debo darme cuenta de cuán frecuentemente, con qué método y a quiénes castigo. Se castiga pegando, usando miradas atemorizantes, amenazando, gritando, quitando placeres, haciendo doler física o emocionalmente, despreciando, ridiculizando, coartando, reprimiendo, no satisfaciendo necesidades básicas, no interesándose por los sentimientos del otro.

En segundo lugar, debo hacer memoria. ¿Quién(es) me castigaron? ¿Cómo respondía yo? ¿Qué sentía yo?

Por fin, debo animarme a inventar alternativas y prohibirme castigar (a mi vez perder el miedo), quizás pidiéndole a otros que me ayuden: la pareja, compañeros de trabajo, un terapeuta.


Frases que dan miedo:

  • Lo miro y él ya sabe.
  • Les tomaré una prueba sorpresa.
  • Saquen una hoja (sin previo aviso).
  • Te espero a la salida.
  • Sos boleta.
  • Si seguís así no me tenés más.
  • ¿Quiere un uno usted?
  • No hay recreo (incluso por absurdas teorizaciones supuestamente
    "pedagógicas").
  • Aquí terminó la entrevista.
  • Comé todo, te digo.
  • Hacé lo que quieras (no te pongo límites).


Colofón

El pequeño castigado de hoy es el gran castigador de mañana. Por eso me da gran tristeza -qué impotencia siento- cuando oigo a adultos decir "yo estoy orgulloso de que mi padre me castigara, así salí derechito", y los veo castigar impunemente a sus hijos, alumnos o pacientes.

Pero aún más amargo es el sabor cuando le pregunto a niños castigados cómo habrían procedido en la misma situación si les hubiera tocado ser el padre. "Yo también habría castigado a mi hijo, para que aprenda", contestan resignados, y ante su provocada cortedad de miras, su provocado empequeñecimiento emocional, su provocada falta de alternativas, sus sentimientos reprimidos, me doy cuenta de la inmensa importancia de la tarea de pedagogos y terapeutas: Satisfacer, ayudar a elaborar, permitir el normal desarrollo, informar, permitir la formación. Y me doy cuenta de cuán importante es la reflexión de estos temas por educadores y terapeutas, a diario.

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